Siempre la vi sola. Pequeña y flaquita, sola. Jugaba y
corría entre los huecos de la sala buscando ojos que la vieran. Casi como un cliché del abandono, pasea su carita sucia por
las calles, provocando miradas ciegas.
En mi pequeño mundo, habita ese par de horas que transcurren
una mañana mientras atiendo. En su mundo de inalcanzables princesas, la soledad
colma las horas de todos los días pero eso no detiene la alegría y la ilusión divina
de su niñez.
Me pregunto ¿en que otros mundos habitará, con quiénes se
cruzará, qué suerte correrá?
Mirar desde lejos, duele; observar y acercarse es un
flechazo al corazón.
Las marcas de la pobreza, los signos de la desidia, los
síntomas de la ausencia, todos los estigmas como adornos sobre ese ser inocente
librado a un crudo azar.
Sus abrazos y sus palabras de afecto son rayos de luz que
calientan las mañanas heladas de invierno en la sala. Nosotros sólo podemos
devolver pobremente todo lo que se nos da y hay tantos huecos que el calor se
escabulle resaltando las faltas.
¿Qué hacer con tanto y tan poco?